sábado, 18 de julio de 2015

Lo que más odio

Odio leer. Es una pérdida de tiempo, la mierda abunda en los textos.
Si no hay nada interesante que leer, ni siquiera voy a malgastar mi tiempo. Así que tú, próximo escritor mediocre, si tu libro llega a mis manos más vale que te hayas esforzado en escribirlo, o si no se irá directo a la basura.

Pseudo-escritores, artistas, lucran, han vuelto el arte su prostituta.

sábado, 30 de agosto de 2014

Hora con el psiquiatra (Terror/Relato)


Al área de salud mental del hospital El Salvador llegaban toda clase de individuos, desde jóvenes con problemas existenciales hasta gente madura con trastornos. Pero siempre estos padecimientos se hallaban en sus etapas iniciales, sin representar mayor riesgo para la comunidad; de lo contrario, se les destinaba al manicomio o a grupos especializados. Era costumbre ver a jóvenes con un severo nivel de depresión, que acudían como última alternativa, con un poco de esperanza, antes de optar por renunciar a sus vidas. Los alterados mentales, en cambio, sin posibilidad de una mejora total, eran llevados por sus familias aferradas a una ilusión, u otras veces, por simple obligación. Sin embargo, pese a que los tratamientos contra las afecciones mentales son lentos, y la mayoría de éstas son incurables, no cabía duda de que los enfermos quedaban en buenas manos. El doctor Ryan Matthews, psiquiatra norteamericano, se asomaba por la puerta para llamar a sus pacientes, luego regresaba por el pasillo con paso firme. Era uno de los funcionarios más destacados del hospital. Maduro, de cabello y barba dorados, rostro algo taciturno, disciplinado, tenía el aprecio de sus colegas psiquiatras. En sus horas libres mostraba un carisma natural, aunque era de carácter pensativo.

Llovía a cántaros. Las calles estaban desamparadas, sólo de vez en cuando pasaba un alma corriendo con un paraguas en busca de refugio. Pero parecía que alguien era indiferente a las gotas de lluvia como agujas. En la fachada de la catedral, contra un muro junto a la entrada, estaba sentado un hombre vestido de negro, incluso el cabello oscuro, a quien no le importaba en absoluto que la lluvia se derramara torrencialmente sobre él. No se molestaba en ver a su alrededor, tenía la mirada firmemente clavada en el adoquín del suelo. Una madre y su hija tomada de la mano pasaron frente a él, y la niña, con curiosidad infantil preguntó:

—Mami, ¿por qué ese hombre no se va a su casa?

—No lo sé, cariño —respondió ella y se apresuró a llevársela de allí, sin que alcanzaran a percibir la respuesta del individuo, casi en un susurro y dotada de dura negatividad: “Porque el único hogar que conozco es el sufrimiento”.

De vez en cuando el joven hombre sacaba una libreta negra del bolsillo de su chaqueta, y con inspiración del momento escribía algo y volvía a guardarla. De pronto miró su reloj. “Queda una hora para verme con el psiquiatra”, se dijo. Hasta hacía poco fue él mismo quien había ido a pedir la hora. Para un hombre destrozado como el suyo, pisoteado por la vida, ya las cosas carecían de importancia. Pero tras el hecho de haber aceptado acceder a la atención médica existía una cierta malignidad. No fue por la esperanza de que pudiera mejorarse —ya totalmente extinta—, sino porque quería ver de qué forma la vida se reiría de él esta vez, cómo iría a ser arrojado por ella como un desperdicio. “En menos de una hora estaré allá”, calculó. Se quedó unos minutos bajo los chorros de agua, impasible. Luego se paró en el borde de la calle, vio las luces de un taxi entre la neblina, y alzó el brazo.

El doctor Ryan se asomó por la puerta y llamó a una paciente. A la sala de espera ingresó el hombre joven, empapado, seguido por algunas miradas acusadoras. Dejando un reguero de tristeza líquida a su paso, caminó a un asiento. Al sentarse, produjo un efecto de rechazo entre las personas siguientes, que se apartaron. “Debo oler a perro mojado”, pensó. Y también pensó en el asco que le inspiraban todos aquellos anormales. Había adolescentes —siempre le parecieron patéticos los adolescentes, los veía como perjudiciales y necesitados de atención—, con muñequeras bicolores, ojos enfermizos, cabellos de tinte intenso, siempre estereotipados, y, cómo no, con las clásicas marcas de navaja en la muñeca. Vio a una mujer con papera, que se rehusaba a sentarse y hablaba de forma confusa, como un niño haciendo pataleta, mientras sus familiares le rogaban que se comportara. Luego se percató de un anciano cerca de él que tenía el rostro alargado, debilucho, con una vendaje que le rodeaba el antebrazo. “Éste debe ser de los que se mutilan”, razonó. Estas cosas le causaron repugnancia. Tenía una dura visión de los discapacitados mentales, le daban lástima porque los consideraba como animales en cuerpos de personas; tristes bultos que respiraban. Estaba enajenado en pensamientos que le corroboraban lo miserable de la existencia, cuando una voz lo llamó.

—Juan Flores.

Alzó la vista y en la puerta vio al doctor Ryan, que recorría con la mirada la sala de espera. Se levantó, éste lo reconoció, y caminó tras él, que ya iba adelante en el pasillo. De pronto el médico volteó, y al ver el estado en que estaba, con cierta sorpresa le dijo:

—Por Dios, hombre, estás inundando todo el hospital, déjame traerte algo con que te abrigues.

Juan se quedó de pie, con repulsión ante aquel gesto tan civilizado, pero prevaleció la indiferencia. El doctor le trajo un abrigo y le cubrió los hombros. Al hacerlo, como una intuición sintió la enorme carga negativa del paciente. Entraron a la sala.

—Muy bien —dijo el doctor Ryan acomodándose en su escritorio, mientras hacía a un lado el artilugio de una fila de bolitas de acero que chocaban, un lapicero con diversos bolígrafos de colores, y muchas otras cosas que adornaban la superficie de su mesa de trabajo—. Ponte cómodo y cuéntame cuál es tu problema.

Juan levantó la mirada para verlo a los ojos, y con cierto aire intimidante le preguntó:

—¿De verdad quieres que lo haga?

Sin inmutarse ni apartar la mirada, muy sereno el doctor Ryan respondió:

—Por supuesto, para eso estás aquí.

Juan sacó de su abrigo la libreta negra, y empezó a hojearla. Contemplándolo, el doctor Ryan advirtió que algunas hojas amarillentas eran un caos con la tinta negra marcada rabiosamente, como si el paciente hubiese querido destrozarlas. Otras tenían bocetos de personajes inquietantes, con apariencia de demonios, y el resto, por último, contenía pequeñas anotaciones, frases sueltas. Juan las recorrió hasta detenerse en una casi al final, que estaba del todo escrita. Empezó a leer:

—Todos los días son negros para mí, negros como la boca de un lobo, hace mucho tiempo perdí el deseo de vivir, extinto en la profundidad de mi podrido corazón. Tuve familia alguna vez, le perdoné dos infidelidades a mi esposa, hasta que un día se fue con otro hombre y se llevó a mis dos hijos. Meses después, estando borracha una madrugada se metió a mi casa y le prendió fuego a las cortinas. Tuve que despertar y correr. Al otro día, lo que fue mi hogar sólo eran ruinas. Ahí, creo yo, murió una parte de mí —dijo, con un tono que no revelaba sentimiento alguno—. Luego, recibí una llamada amenazante que me comunicó que mis hijos no se encontraban en la escuela; habían sido secuestrados. La voz me pidió varios millones por la liberación, pensé en asaltar un banco, pero antes de reunir el dinero me enteré en el periódico de que los habían matado. Ahí murió la segunda parte de mí, dejando mi interior ya del todo vacío. He intentado matarme doce veces; el destino es tan desgraciado, que siempre mis intentos se ven interrumpidos. La última vez me lancé del puente, con tan mala suerte que caí encima de un colchón amarrado al techo de un vehículo. Debido a mis intenciones suicidas, la policía me ha apresado en muchas ocasiones y se ha intentado internarme en un manicomio, pero en cuanto se dan cuenta de mi lucidez, que mis intentos de abandonar este infierno para ir a otro infierno quizá mejor son totalmente conscientes, me sueltan. Así ando hoy, deambulando de un lado a otro. No sé nada, mis intenciones siguen en pie.

—Pero si has venido aquí es porque tienes una esperanza de mejoría —intervino el doctor.

—¿Mejoría? De qué me hablas, quiero ver cuál será el intento inútil de la sociedad esta vez por intentar convencerme de que la vida no es una mierda.

—Bueno, Juan —dijo el doctor tomando notas—, todo indica que tienes un cuadro depresivo muy alto. Debemos conseguir que los actos suicidas disminuyan o cesen del todo. Te voy a dejar diazepam para cuando te vengan esos pensamientos a la mente, y sertralina todos los días para…

—¿Pastillas? —replicó con voz firme Juan sin dejarlo terminar—, ¿En serio crees que con tus jodidas pastillas me voy a mejorar? ¿Crees que mi enfermedad es algo del cuerpo? ¿CREES QUE TUS DROGAS ME DEVOLVERÁN A MIS HIJOS?

El doctor Ryan cruzó los brazos, aún impasible, esperando que el acezante jadeo del alterado paciente acabara. Por fin, cuando aquella respiración incómoda cesó, Juan pareció más tranquilo. Incluso con una voz más calmada, pero con la misma determinación, en medio del silencio que había quedado de pronto agregó:

—Está bien, no me tomaré tus pastillas. Te voy a matar.

El doctor Ryan carraspeó, aparentó no estar seguro de lo que había oído. Pero sí lo estaba.

—¿Perdón? —dijo.

Muy pausadamente Juan se levantó, tomó un par de bolígrafos de entre los muchos en la lapicera, y acelerando su movimiento trepó sobre el escritorio para incrustárselos en los ojos al doctor Ryan. Éste dio un grito terrible, que sin duda se oyó por todo el hospital, pero antes de que alguien pudiera rastrear la procedencia, el médico intentó defenderse con los brazos, y Juan hundió con más fuerza las puntas en las cuencas de sus ojos. Emergieron dos chorros de sangre que se vertieron por sus mejillas como cascadas, los ojos se le derramaron por el rostro como claras de huevo, hasta que sólo le quedaron los huecos. Pero el doctor siguió gritando e incluso agitando los brazos, en un intento por quitarse a la muerte de encima. Logró con una patada alejar a su agresor y echar abajo el escritorio, pero Juan volvió al ataque enseguida, le perforó con el lápiz ensangrentado varias veces el rostro, hasta deformárselo, y al cabo de eso lo agarró por la bata y lo llevó contra la ventana, la cual hizo trizas golpeándola con el cuerpo del doctor Ryan, que se deslizó entre los cristales hasta caer del otro lado en un pequeño patio de tierra junto a un árbol que crecía pegado a la ventana. Tras esto Juan vio a varias enfermeras aparecer en la puerta, quienes dieron gritos de horror, y atravesó la ventana para correr por el patio.

Escapando por las instalaciones fue a refugiarse al edificio de la morgue, en una sección donde yacían sobre camillas unos cadáveres frescos, y se escondió debajo de una. Sentado de piernas cruzadas, oyó el incipiente rumor de la muerte, las voces que de a poco se iban intranquilizando al extenderse la noticia del homicidio del doctor Ryan. Juan, en dicha posición, pensó en lo simple que era matar a una persona, y que quizá había llegado la hora del suicidio, o el comienzo de una nueva vida, con muchas víctimas más esperándole en el camino.

DarkDose


domingo, 29 de junio de 2014

Aquí nos comemos a los invitados

Sólo les dijeron que se trataba de un reality show. Iban con esa idea en mente cuando se dirigieron allí. La noche anterior se efectuó una llamada a múltiples números. Cada uno descolgó el teléfono. “Te buscábamos. Participa con nosotros, tenemos una millonaria recompensa”, fue la frase que los atrajo. Luego se les citó al lugar. En grupo caminaron media hora por terrenos desconocidos, hasta hallar en lo profundo del bosque una cabaña negra. Ni rastro había de los supuestos organizadores. “¿Será aquí?”, se preguntaron. El más tímido, Aldo, ante la puerta, hizo sonar la aldaba, una argolla oxidada con cabeza de toro. Nadie respondió, así que por unanimidad decidieron pasar.

Los seis integrantes no podían distar más entre sí. Estaban Aldo, el chico taciturno, quien aceptó la invitación porque precisaba del dinero para visitar a una chica en otro país. Sor Viveka, una monja rusa que había entrado sosteniendo el rosario mientras murmuraba rezos. Sus amigas la habían estimulado a probar la experiencia. Magdalena, “Magda”, una chica pelirroja algo inquieta, agresiva, a la que le gustaba pasar por cosas que la dejaran fuertemente marcada, sucesos impactantes. Los únicos que no se diferenciaban eran dos gemelos, cuyos nombres no quisieron decir, que pasaban pegados. El último, Paulo, un pintor español, era el más arisco y soberbio del grupo.

Al principio se mantuvieron juntos. Estaba oscuro y los interruptores no funcionaban; únicamente por las ventanas entraba leve luz al vestíbulo. Pero conforme pasaron los minutos, se disgregaron. Aldo se internó en un pasillo, entró a una habitación para inspeccionarla, y al retornar a la puerta notó que en la parte superior había un hilo con una campana plateada. Siguió el hilo y se dio cuenta de que se extendía por la casa, con muchas campanas más. A la vez el resto de los participantes hizo el mismo descubrimiento. Cada uno sintió la forma de éstas con sus manos, recorriéndolas, cuando, desde algún lugar, se oyó el tañido de otras. Asombrado cada uno a su manera, corrieron de vuelta al vestíbulo, donde comentaron la experiencia. Aldo preguntó quién había sonado las campanas.

—Juro que yo no he sido —añadió.

Sor Viveka, agitada, profirió un rosario en su idioma, lo cual fue intranquilizador.

Aldo pasó la mirada por cada integrante. Los gemelos negaron con la cabeza. “Yo tampoco fui”, dijo Magda. Paulo no respondió. En cambio, alzó la mirada y comentó:

—Ya que ninguno de nosotros ha sido, propongo que investiguemos dividiéndonos en parejas. —Luego volteó y reflexionó sobre si quizá podía conseguir la recompensa resolviendo el misterio de las campanas.

Magda aferró firme el brazo de Aldo, los gemelos se adelantaron y Paulo quedó junto a sor Viveka. A Aldo no le hubiera agradado la idea de acompañar a la monja, pues parecía estar loca. Magda se veía algo ruda, pero era mejor que nada. Los dos atravesaron pasillos, la cabaña se alargaba más, pensaban que quizá estaban en una extensión de ésta, no sabían hasta dónde iban a llegar. Era tarde, aunque desconocían la hora, no se veía un reloj en toda la casa. Ingresaron a un dormitorio con una cama de dos plazas, se tendieron y, debido al cansancio, cerraron los ojos. Durmieron treinta minutos. Al despertar, escucharon las campanas sonando ruidosamente.

—¿Quién diablos las hace sonar? —preguntó Magda sentada al comienzo de la cama. En ese instante vieron una forma transparente a través del espacio de la puerta entreabierta. El latido se les aceleró. Era una mujer de blanco. Los vigilaba. A lo lejos percibieron un grito de sor Viveka. La silueta de la puerta desapareció y, sobresaltados, se dirigieron a ver qué ocurría.

Paulo llegó a un sótano. Se separó de sor Viveka cuando ambos cruzaban un pasillo, y de una puerta apareció una mano verdosa que cogió a la monja por la parte trasera del velo y la arrastró consigo. Entonces él corrió espantado. Al verse aterrado por la soledad y la desorientación, siguió un único camino, descendió unas escaleras y se vio allí. Halló frente a él unas grandes puertas de madera. Las abrió, se adentró al fondo de un cuarto oscuro, registrando por si había algo de interés, y en ese instante se encendió una luz a su espalda. Al darse vuelta vio, atónito, a un oso negro con enormes garras y un collar de antorchas. La bestia se le abalanzó, y Paulo, al verla casi encima de él, supo que nada podría hacer.

Cuando Aldo entró al sótano, sólo encontró los huesos de Paulo sobre sangre seca. La boina y la bufanda le permitieron identificar que se trataban de sus restos. Salió horrorizado, llevando la bufanda y subió la escalera. Al hallarse en el corredor llamó a Magda, pero nadie contestó. Casi se le salió el alma cuando una mano tocó su hombro. Al girarse la encontró, era ella. Suspiró del alivio, pero se recostó contra la pared, respirando con dificultad, debido a que padecía problemas cardiacos. Magda tampoco se veía normal.

—Alguien me perseguía —expresó, mirando atrás.

—¿Quién? —preguntó Aldo.

—No lo sé, no vi a nadie. Pero oí pasos.

Las campanas otra vez. Se desconcertaron ante su confuso escándalo, que producía reverberación. Aldo volvió a sentir la agitación en su pecho. Se taparon los oídos y siguieron cualquier dirección, el estruendo les llegaba de cada parte, hasta que se comenzó a escuchar distante. Se detuvieron frente a una pared con un ancho retrato. Aldo concentró la vista en la pequeña letra de la placa: “Doña Catherine (1852 – 1914)”, se leía. Era una señora de rígido aspecto, cabello castaño con moño, ojos grandes y vestido negro. Por su expresión de autoridad, dedujo que era la ama de casa. Al mirar por mucho rato el cuadro, sentía una extraña vacilación, como si dichos ojos se clavaran en los suyos.

—Murió hace cien años… —observó.

—¿Es que acaso esas campanas nunca se callan? —protestó Magda, ante el repiqueteo incesante.
Estalló un trueno iluminando la casa. Asustados, los jóvenes emprendieron una carrera. Llegaron a un corredor, y pararon de golpe al atisbar que al final los aguardaba un espectro femenino, entre la penumbra. Era la señora del cuadro. Levantó lentamente su brazo izquierdo, y tocó las campanas sobre su cabeza, colgadas del hilo que recorría todo el pasillo. El molesto sonido, rompiendo el silencio absoluto, otra vez perturbó sus sentidos. Sin ver, cubriéndose los oídos, ejercitaron sus piernas sin descanso, sin detenerse ante nada, en la más plena oscuridad. Finalmente, Aldo evitó chocar contra un muro gracias a su mano. Una lámpara de pie en un rincón alumbraba un poco, e hizo a Magda venir, para que examinaran algo que tenía enfrente. Era una placa dorada, decía:

“Invitado, hay un cuarto a cada lado. El de tu izquierda es el Cuarto de los sentidos. Al entrar te verás invadido por una plaga de tarántulas negras que subirán por tu cuerpo e intentarán cubrirte. Sólo manteniendo el dominio de ti mismo, cuando se hayan apoderado de ti, evitarás que te den una mordida mortal y podrás salir. El de tu derecha es el Cuarto de la determinación. A este cuarto entrarás con tu compañera y la salida estará sellada. Encontrarán una escopeta para ambos. Quien asesine al otro conseguirá la libertad. Ésta es la única forma de salir de la cabaña, todos los demás caminos están bloqueados. Haz tu decisión, la recompensa está cerca.”

—Qué hacemos —titubeó Aldo.

—Ésta es la decisión más imposible de mi vida, pero ni modo, ¡entremos al de la determinación! Las arañas me parecen una verdadera pesadilla —comentó Magda.
Aldo abrió la puerta y pasaron a un cuarto oscuro. De súbito, se encendió la luz y se vieron rodeados por seis bultos con forma de cuerpos. Había una silla con una mancha de sangre y una escopeta. Magda miró bajo los bultos y advirtió que eran cadáveres, por lo demás, recientes.

—Es extraño, son justo el número que éramos al entrar acá, seis personas —dijo. Ambos conjeturaron que dichos muertos podían ser víctimas que pasaron antes por el Cuarto de la determinación, o que simplemente era una coincidencia de mal agüero. Magda tomó la escopeta para examinarla, y apuntó a Aldo.

—No lo vas a hacer… —vaciló él, estremeciéndose.

Magda tenía el dedo puesto en el gatillo. Sin embargo, tras unos segundos bajó el arma junto a la mirada.

—Tienes razón —dijo.

Se la entregó al joven, quien dio un suspiro de alivio, pero quiso hacer igual para desquitarse del miedo que su compañera le había hecho pasar. Levantó el cañón, apuntó, dedo en el gatillo, y Magda se quedó quieta, sin expresión. Iba a detenerse, cuando una fuerza extraña le movió el dedo; tras el disparo, vio saltar violentamente contra el muro los sesos de Magda. Impactado a más no poder, sintió la puerta desbloquearse, arrojó la escopeta y salió llorando.

Diez minutos pasaron. Se halló solitario en la oscuridad, y reflexionó que sólo quedaban él y los gemelos. Los demás debían estar muertos. Estaba seguro de que estos herméticos gemelos habían desaparecido, hasta que vio el reflejo de ellos en una ventana. Escuchó que le susurraban: “Te observamos”. Con pavor desvió la vista y los reencontró en otra ventana, luego en otra. Y siempre oía “Te observamos”. Sin ser consciente de lo que hacía llegó a una puerta, pasó por ella, avanzó sin cesar, y reconoció hallarse fuera de la cabaña, por fin. Hizo su camino por una tierra desconocida con un bosque a los lados. Divisó una rústica casa, que tenía chimenea, y se sintió abatido, porque no esperaba haber salido de un lugar para entrar a otro. Aunque, por lo menos, esta casa lucía acogedora. Llevando los hombros caídos llegó a la entrada, tocó, y al no recibir respuesta, no vio problema en entrar.

El ambiente era cálido, no se había equivocado en eso. Los muros eran escarlata, había decoración y todo parecía indicar que estaba en un hogar normal en medio del bosque. Aunque algo le infundía un aire extraño. Le produjo escalofrío encontrar en la mesa a una familia de cuatro integrantes, inmóviles, como estatuas. Estaban manchados de sangre, no respiraban, y delante de ellos, en la mesa llena de diversos platos, había trozos de carne con aspecto de partes… humanas. Pasmado, Aldo no pudo quitar la mirada, y de pronto, quien estaba a la cabecera, el padre, se movió. Los otros miembros despertaron y miraron al joven con rostros inquietantes. Aldo, sintiendo la sangre helársele, retrocedió a la puerta, que estaba cerrada. La atemorizante familia dio signos de querer aproximársele.

Una semana después corrieron rumores de que una mujer había recibido una gran suma de dinero. Al correo del convento llegó una carta, dirigida a una de las monjas. Era para sor Viveka, una amiga se la llevó, la suma constituía la recompensa por ganar el desafío del supuesto reality: salir con vida, ése era el verdadero desafío. Quiénes estaban detrás de todo, nunca se supo. De todas formas, la monja no se encontraba en condiciones de gastar el premio, pues quedó trastornada, debido a dicha experiencia; por lo que fue destinado a un orfanato. De Aldo no hubo noticia. Quizá se quedó a “cenar” con aquella peculiar familia…


DarkDose

miércoles, 16 de abril de 2014

Crisis existenciales (1/2)

Uno.

Voy avanzando con las manos en los bolsillos, el cielo está nublado, veo la hora en mi reloj: las seis de la tarde. ¿Pero por qué oscurece tan temprano? Sí, verdad: porque estamos en otoño. Sin embargo, el firmamento tiene apariencia de que lloverá. Llevo la bolsa del pan en una mano. Quizá se largue la lluvia a mitad del camino a mi casa. Bueno, no importa. Después de todo, ¿qué cosas importan ya, tras que Daniela me haya dejado? Ahora está mejor en los brazos de su ex, ese fortachón soberbio. Yo me quedo solo. Así estoy mejor. Hace frío. En mi casa nadie me espera, sólo llegaré para encontrar la vana ilusión de una merienda familiar, pero todos estarán pendientes de las pantallas de sus celulares, luego se levantarán y seré el único que queda en la mesa. Me lo sé de memoria. En fin. Está haciendo algo más de frío, sí, creo que en cualquier momento caerá una gota. La tarde está horrible, como mi cabeza, atiborrada con angustias, trabajos de la universidad, estrés. Un ajetreo eterno. Me pregunto cuándo vendrá mi descanso. A medida que camino van pasando los árboles a mi lado. Me traen a la mente un cementerio. Oh sí, qué lindo lugar… ¿Cuánto faltará? Voy contando los años. No, soy muy joven. Tendría que esperar medio siglo. Pero quiero descansar…


La oscuridad, el silencio, son algo tan apacible… Es como el rumor de una canción de cuna; como si fuera durmiendo mientras avanzo. Madre, abuela, abuelo, llévenme con ustedes a ese lugar que me está prohibido. Soy adolescente, pero también se me acaban las energías. Pienso… ¿Cómo puede caber tanto pensamiento en esta cabeza mía? ¿Cómo el firmamento puede tolerar tantas locuras?

Veo adelante un árbol, tras el cual un sujeto se está escondiendo. Viste de negro, no lo veo bien. En la esquina de mi casa se juntan drogadictos. Allí hacen sus negocios; son todo un grupo. Este sujeto debe ser uno de ellos. Levanta su brazo lentamente. ¿Qué tiene en la mano? El objeto despide un brillo metálico. ¿Una pistola? ¿Me está apuntando? No…, sería demasiado bueno para ser cierto. Quiero descansar… La muerte es algo… no sabría definirla. No sé si quiero vivir. ¿Quiero vivir? Espera, no dispares.

-|-...DarkDose...-|-



miércoles, 9 de abril de 2014

Canción de otoño a mi amada

No hay nada más triste que mirar un girasol solitario sobre un prado mustio.
Nada desconsuela más que escuchar los gemidos del viento, mientras busco un abrazo tuyo.
Me rompe el corazón ver el decaimiento de tu sonrisa.
Falta a mi mundo la luz cuando tus ojos entristecidos se vuelven al pasado.

Dama de mi suspirar, aire de mi cuerpo, remedio contra mis pesadillas.
Eres llovizna que cae por las tardes en tejados, eres silencioso suspiro de una vela que lucha por arder.
Desde aquí siento la fragancia de tu cabello que alguna vez fue castaño, me hundo en tu ser, me interno en tu universo, me mezclo con tu melancolía y soy en tu respiración.
El otoño tiene tu aroma, la marca de tu piel está impresa en las calles de tantos países, las farolas lagrimean al recordarte…; y este desdichado corazón sólo gime, con tu nombre en la boca.

Desde el dorso de mi mano surgen caminos de inspiraciones, la noche invade mi cuarto, y en él hay un pincel solitario, con el cual deseo dibujar tus cabellos, tus alas, tu perfecta sonrisa, y quiero soñar hasta que la luna caiga sobre mi pecho, ahogándome, y esta pesadilla llegue a su término, que me tortura y susurra tu nombre en mi oído. Entonces desfallezco, pongo mi rostro sobre la almohada y muerdo lágrimas, devoro esperanzas y visualizo la soledad.

Desde aquí —la prisión que me he forjado a lo largo de los años—, puedo sentirte con mis cinco sentidos. Te tengo en abrazo imaginario, beso tus labios invisibles y efímeros como una brisa, mientras caigo sobre tus ojos de chocolate, que me arrastran sin que exista el tiempo, y me llevan a una época de profundidades sin fin.

Amor, los segundos me causan apremio, los segundos que voy contando sin ti. El fuego arde en mi pecho; te aseguro que siempre está encendido, y el hielo sopla en el tuyo, como un glaciar, pero quiero derretirlo con mi calidez, quiero revivir a esos dos románticos amantes que en un tiempo fuimos.
Amor, el tiempo acucia, la vida es mala, pero hermosa y llena de detalles. Aunque no es vida si no la comparto contigo.

Porque sin ti soy yo a medias, me falta la parte primordial.
Donde quiera que estés, te regalo este otoño. Sólo espero que la vida no sea tan cruel como para que te olvides de mí, pero me acostumbro al dolor; así debe ser para mi alma.
Te pido que me des fuerzas.

Y no olvides que te amo.

DarkDose

09/04/2014

Estoy enamorado, pero es un amor no correspondido.



viernes, 4 de abril de 2014

Te llamas Soledad (Poesía)

Dime, hermana mía, por qué las hojas de otoño vuelan solitarias.
Dame el por qué del viento que las sopla con inteligente delicadeza.
Y no olvides añadir, cuál es la razón de los tristes álamos en la magnífica noche;
ese inmenso manto que me devora en mis inermes horas; consume estos fatigados ojos.
Dime, hermana, cariño, cuál es mi tipo de soledad: si es de aquellas de iglesia, ponzoñosa, transitando por las venas de mi ser,
o si es de esas soledades suicidas, de tomar un puñado de pastillas o en la bañera cortarse venas.
Añádeme, con tu dulzura de miel, el motivo de mis paseos solitarios a plena luz del día por las edificaciones que ha hecho el hombre en su tonto sistema.
En la sangre derramada sobre el lavamanos, en mi mirada, que del dolor se pone colorada

Por último, en el clímax del amor, hermana, revélame si tendré acogida en tu pecho, en pos de hundirme en ese tierno núcleo al que nombras corazón.

DarkDose

03/04/2014


miércoles, 1 de enero de 2014

Matrimonio en cenizas (Suspenso/Relato)

En una tarde de verano de Abril del 1997, Amelia Baltazár, en medio de una ostentosa celebración llevada a cabo en un parque público atiborrado de invitados y comida, contrajo matrimonio con Gilberto Thompson, el empresario del año según la revista “Tiempos”; un hombre de buena presencia, carismático y formal, ante cuya sonrisa perfecta las damas caían rendidas. Gilberto parecía una excelente elección. (¡Más aún, si las señoritas de la cuadra lo deseaban!) Los parientes de la joven se acercaron a felicitarla efusivamente. Parecía un cuento de hadas. Cuando llegó el momento de que el novio pasara el anillo por el frágil dedo de la prometida, adoptó una mirada seductora que derritió al público de las bancas y rompió corazones. Sí, era un galán moderno y Amelia estaba satisfecha.
La luna de miel que pasaron fue acalorada y llena de recuerdos hermosos. Ocurrió en el último mes de verano; el destino fue una estancia bajo los cielos crepusculares del Caribe, costeado por los ingresos de él. Era deseo de Amelia ir; toda su infancia soñó con visitar la región; visualizaba el día en que se haría realidad. Viajaron en avión, y al llegar a la estancia comprobaron que estaba junto a la casa de un adinerado escritor, al que Amelia admiraba y le pidió el autógrafo. Junto a Gilberto pasó las mejores semanas de su vida: se bañaron por las tardes en aguas transparentes, recolectaron conchas en la orilla y asistieron a largas ferias que encendían la noche.
—Gilberto, eres el hombre de mi destino —le dijo ella una noche mientras descansaba con la mano depositada sobre el pecho de él.
—Estoy para ti.
Amelia Baltazár Champiñón se consideraba una mujer corriente. Nunca tuvo vicios y creció en un ambiente familiar acogedor, de buenas costumbres, aunque su carácter era retraído. En la escuela fue de pocas amigas, y tras cursar estudios superiores en una prestigiosa universidad se graduó de abogada, carrera que ejerció desde joven. Sus padres eran humildes pero disponían de una gran suma de fondos en el banco acumulada por John Vasconcelos, su padre, tras toda una vida de granjero. Amelia consiguió un puesto de trabajo de medio tiempo como secretaria en una conocida empresa de telecomunicaciones, “Thompson redes”. El resto de los días laboraba como abogada. En este lugar conoció al apuesto hijo del dueño, aunque un tanto ingenuo, Gilberto Thompson, que solía pasearse por su puesto y charlar.
Al principio le pareció el típico hijo de empresario, que vivía entre comodidades y pretendía caer bien a todos, por eso empezó a evitarlo y a tomarle el pelo; pero Gilberto no era así. La convenció de lo contrario. Pronto fue aceptándolo más; él le amenizaba las tardes de trabajo llevándole tazas de café y chocolate; hasta un ramo de flores una vez. Amelia no hacía más que sonreír ante el gesto y acaso sonrojarse. Gilberto le declaró su amor en la oficina. De allí en adelante, Amelia accedió a citas frecuentes que concretaban al término de la rutina.
Tras la luna de miel y asentarse definitivamente en un soberbio apartamento, llegaron a sus vidas dos hijos, Tomás y Lucas; niños inquietos que hacían desmanes a toda hora. Tomás era de cabello negro y personalidad inocente como el padre, mientras que Lucas era rubio y de ojos azules como de plástico. Fueron autores de la primera alarma de incendios en el edificio; los carros de bombero y la gente alborotada se apiñaron afuera y todo terminó en un gran jaleo.

Gilberto había abandonado muchas amistades debido al compromiso, además salía poco de casa. Sus antiguos camaradas trataban con asiduidad de comunicarse con él. Una tarde se dirigió a hacer unas compras a las tiendas locales y encontró al grupo. Estaban en el interior de un bar, atentos a una carrera de caballos en el televisor de la entrada. Saludó y ellos lo invitaron al instante a la mesa, donde le dejaron un puesto privilegiado para ver la competencia y le ofrecieron tragos. El dependiente miró desde la barra, limpiando con su paño el interior de un vaso cervecero.
—Lo siento, no bebo —dijo Gilberto con timidez volviéndose a ver la carrera.
—Vamos, Gilberto; no me digas que tu mujer te tiene con correa al cuello —exclamó un imprudente.
Pareció titubear un momento.
—Bueno, dame una.
—Cantinero —dijo un amigo girándose confiado y guiñando un ojo—. Ya sabes.
—¡Sale una Pilsen! —voceó el encargado y la lata de cerveza corrió por la barra hacia su destino. El amigo la tomó, la destapó produciendo el refrescante sonido y la dejó en manos de Gilberto, a quien se le hacía agua la boca.
—Por Gilberto —propuso alzando la lata, acompañado por los demás— y su feliz matrimonio. —Entonces lo incitaron a beber con las miradas sobre él.
—Bueno, por esta vez —contestó con aplomo y se llevó la lata a los labios. Ah, aquel exquisito y agrio sabor de la cerveza… No lo había probado hacía diez años. Sintió un leve calor en su interior, los camaradas aprestaban más cervezas. Se quedó mirando la pantalla; el caballo rojo, que se llamaba “Rocinante Recargado”, dejaba al resto atrás. De pronto se le apagaron las luces.
Al despertar balbuceó:
—Vamos Rocinante, tú puedes, porque eres el mejor. — Estaba rodeado de cuatro latas de cerveza vacías, tenía el rostro ruborizado ante el júbilo de sus amigos, completamente borracho. Intentó apoyar el codo sobre la barra pero resbaló dándose un porrazo.
—¿Y cómo te llevas con Amelia? —preguntó uno. Se oía como a la distancia.
—De lo mejor; yo a mi mujer la quiero más que todo en el mundo —replicó; parecía que se esforzaba al hilvanar las palabras.
Risas.
—¡Mira cuánto has bebido! Si te viera tu padre, el empresario Rodrigo Thompson, en ese estado… ¡Se desmayaría de vergüenza! —expresó el de la voz que resaltaba.
El cantinero siguió puliendo el vaso. Miraba divertido; “Ay, esta juventud…”
Afuera caía una llovizna que salpicaba las calles. Los amigos lo sacaron del bar apoyándolo en sus hombros. Había olvidado comprar la mercadería. Por otro lado, era evidente que no podía irse a casa solo, por lo que, a pesar de que sus amigos se rieron de él todo el rato debían ayudarlo a llegar.
Lo abandonaron a la entrada del apartamento. Vaciló mientras observaba la esfera de luz de un farol. Luego, con un ligero temblor de ebrio contempló las ventanas. Se acercó a la puerta y comprobó que estaba cerrada. Decidió rodear el edificio y entrar por una de las ventanas. Entonces vio el rostro de Lucas apoyado tras el cristal. Parecía confuso.
—Hijo, ábreme la puerta —murmuró. Había recobrado algo de conciencia.
Amelia descansaba en el dormitorio. El otro hijo también dormía en un profundo sueño y sólo el pequeño Lucas andaba de pie en pijama tras haberse levantado para ir al baño. Los golpes del padre en el cristal de la planta baja importunaron el sueño de Amelia, se acomodó en el colchón con una expresión de molestia.
Gilberto no conseguía entrar; pese a las reiteradas señas que hacía Lucas se quedaba de pie indeciso y lo examinaba con intriga. Todas las ventanas estaban cerradas. Debió tomar una piedra, romper una parte del cristal y quitar el pestillo. Al verlo entrar por la oscuridad del zaguán el hijo se asustó; parecía un monstruo de otra dimensión, enorme y borracho. Se oyeron unos pasos en la escalera.
Amelia descendía turbada. Tommy venía tras ella luego de despertar por instinto. La joven llevaba un huracán en su interior: cómo era posible tal atrevimiento del marido, pensaba. Primero, que interrumpiera su sueño; segundo, que llegara a estas horas de la noche y quizá en qué estado. Se sentía descontrolada. Lo iba a matar, estaba segura.
Un relámpago estalló  iluminando por un segundo la tez de Amelia; ambos niños se aferraron a las cortinas en un intento por esconderse.
Ahora que recordaba, su esposa siempre había tenido un problema de celos. Cuando él venía tarde a veces del trabajo, y considerando el deseo que su ser despertaba en las mujeres, Amelia no hacía más que verlo llegar para recriminarlo con dureza. Hace tiempo habían ido juntos a una terapia de parejas para el control de la ira, y en los días siguientes Amelia hizo esfuerzos por controlar la rabia. La reprimió por mucho tiempo. Pero, pese a todo, sabía que ella podía dominarse. Estaba todo bien.
Amelia reflejaba un brillo malicioso en los ojos. Se acercó al marido y forcejeó con él ante el susto de los niños. Éste no se explicaba por qué ella reaccionada así, siendo que en sus discusiones nunca acudían a las manos. Escuchó con desconcierto los cargos que le espetaba su mujer:
—Cómo te atreves a desafiarme así, desgraciado. No puedes pretender entrar a estas horas —musitó con vivo rencor.
—Si ahora me iba al dormitorio —se defendió.
—No, nada de dormitorio —gritó ella y le dio una sonora palmada. Parecía un animal enjaulado. Gilberto se llevó con incredulidad la mano a la mejilla lastimada. Amelia percibió el aliento de ebrio y se exacerbó.
Para él era una injusticia. Se indignó y quiso dirigirse al dormitorio, pero su mujer lo tomó por los hombros y le hundió un rodillazo en los testículos que provocó el pavor de los hijos. Sufrió un dolor insuperable, se sostuvo la parte dañada y Amelia lo arrastró hasta las habitaciones del fondo mientras los pequeños habían desaparecido para marcar agitados el número de la ambulancia.
Gilberto estaba inconsciente como un muerto, y ella lo metió con brusquedad en el ropero para colgarlo de la corbata en la barra de acero. Vestido de terno gris e impregnado por el olor del alcohol, palideció y la lengua se le asomó por los labios. Amelia, ojerosa, contempló satisfecha su cometido mientras se chocaba las palmas de arriba abajo, cuando una sirena se escuchó y una luz roja de emergencia invadió el cuarto.
Los operarios irrumpieron en el edificio, encontraron a los niños y siguieron escaleras arriba. Llegaron a la habitación, ante una mujer de aspecto normal que los veía, y hallaron el delito que había cometido. Retiraron al hombre del armario salvándolo de asfixiarse, y Amelia se les enfrentó arrojando manotazos, frenética, por lo que la redujeron y amarraron a la camilla. La trasladaron a la planta baja, donde le hicieron los primeros auxilios al esposo y se fueron con ella al manicomio. Una hora más tarde Gilberto despertó. El edificio estaba abierto. Con la corbata descolocada y el rostro encendido se sentó a llorar junto a sus hijos.
Los meses sin su esposa se le hicieron fatales, pero mantuvo en secreto su ausencia. En la puerta se acumularon cartas de familiares; también en ocasiones fueron a visitar y él les dio excusas poco convincentes. Se hundió en la culpabilidad y tristeza, no sabía cómo consolar a sus hijos y mantener el círculo familiar. Desconocía cómo explicarles la situación de su madre; él mismo pagaba los cheques que traía el correo para el tratamiento en el manicomio. En una carta el doctor le comunicó que su mujer padecía un trastorno muy violento y estaba asegurada con camisa de fuerza. La noticia era para derrumbar a cualquiera.
A la mañana siguiente freía huevos en la cocina para el desayuno; tenía desaliñado aspecto, la corbata amarrada en la cabeza caía por su sien y sus ojos mostraban poca esperanza. Llevaba la arrugada camisa blanca del trabajo al que no iba hace días. Bebió de una lata de cerveza mientras la radio a su lado comenzó a transmitir:
Les informamos que esta mañana, la reja del manicomio (…) ha aparecido con una abertura, desde donde tras romper su camisa de fuerza ha escapado de su confinamiento la paciente Amelia Baltazár Champiñón, diagnosticada con un alto grado de peligrosidad. Recomendamos a quienes viven por los alrededores del edificio tomar precauciones cerrando ventanas, puertas, y…
Incrédulo apagó el aparato. Temblaba y no lo podía disimular. Por instinto corrió la cortina y miró a la calle. No, nada. Ni un alma. Luego, remecido por el sentido paterno descendió con lentitud las escaleras para comprobar el estado de sus dos protegidos que jugaban en la planta baja.
El vestíbulo estaba desordenado, la oscuridad cubría cada rincón. Tommy y Lucas habían desaparecido, dejando sus caballitos de juguete en la alfombra. Se apresuró a apartar cortinas para asegurarse de que las ventanas estuvieran cerradas y también las puertas. Sabía que la fugitiva esposa podía venir a visitarlo. ¿Pero dónde estaban los niños? Si les sucedía algo él se moría. Afuera se nublaba; un espeso nubarrón cubría el cielo y la luz gris se filtraba en el salón creando un ambiente descolorido y siniestro.
De pronto sintió sus brazos aferrados y la boca cubierta por un paño. Se volteó con ojos inyectados en sangre y descubrió tras él la sombra colorada de Amelia. Trató de liberarse, pero su esposa lo empujó para estrellarlo escandalosamente contra el ventanal. Quedó aturdido, con la cabeza ensangrentada asomada a la calle, y dio una patada hacia atrás para alejar a su agresora.
Amelia convulsionada de ira se le acercó a arañarle la cara. Gilberto le retuvo firmemente los brazos, ella luchó hasta soltarse y, jadeante, lo miró con saña. Entonces levantó una lámpara de gas a su lado; “¡No!”, gritó el marido estirando su mano, y ella con un grito histérico arrojó la lámpara al suelo. La alfombra se encendió. Amelia le lanzó un zarpazo mientras la humareda surgía y él la esquivó para subir por intuición las escaleras. En el dormitorio levantó a los dos niños drogados, descendió a zancadas y salió por la puerta de la cocina con una patada. Los vecinos llamaron a los servicios de emergencia que llegaron en pocos segundos. Vio cómo el carro de bomberos arrojaba un chorro de agua al edificio. Vino la ambulancia, entregó a los dos niños y volteó.
La humareda turbia era como niebla. Tosió tratando de ver con dificultad. De forma inesperada, desde la pared de humo emergió Amelia, una hoguera viva; lo abrazó y le clavó las garras en el brazo derecho, quemándolo hasta que la piel se empezó a derretir y se lo arrancó de un tirón. Gilberto rugió y contestó con un puñetazo de izquierda, que para fin de todos los males le separó la cabeza de los hombros. Ésta cayó solitaria rodando. Los brazos resbalaron de él y se desplomaron junto al cuerpo con un ruido sordo. Gilberto, tambaleándose, débil por la energía perdida y el ahogo también dio de espaldas contra el concreto. Cerró los ojos.
Un bombero forzudo lo tironeó para despertarlo. Gilberto lo miró; el funcionario dio palmadas afectuosas en su hombro. Se incorporó para llevar la vista al apartamento. Las llamas eran controladas. La capa gris iba en retirada.
—Tus hijos estarán a salvo —dijo el bombero, sonriéndole.

Gilberto agachó la mirada y cruzó las piernas; vio cómo se llevaban los restos de la esposa en una camilla. Ahora esperaría a que sus hijos se recuperaran, para vivir la tranquilidad que le brindaría la muerte de Amelia en el término de su matrimonio en cenizas.

DarkDose










01/01/2014: Este relato fue concebido tras leer el libro "Mientras escribo", de Stephen King, el cual, aparte de dejarme algunas enseñanzas incluía un ejercicio para realizar un cuento proponiendo una temática base. Éste es el escrito resultado.